Qué fácil es imaginarte víbora por las noches, habiendo sido yo
una de las muchas presas de tus piernas, complicadas enredaderas que asfixian,
con gusto y elegancia, a cualquiera que rompa tus expectativas.
Sabiéndote mercenaria, debería haberme conformado con
anochecer contigo, aun teniendo la certeza de que amanecerías en otro lado.
Qué irónico es recordarte bailando borracha en la habitación:
descalza, despreocupada. Con la botella de intenciones en la mano y el vaso de whiskey
en la mesita de noche. Después de tantos encuentros resulta sencillo
calcular todas tus trampas, pero cuando se trata de tu sonrisa, o de tu falda
o de ambas cosas se me antojan invisibles o carentes de importancia.
Cuán utópico resulta todo a estas horas de la mañana, ahora que adivinarte
entre el colchón y las sábanas no es un juego divertido,
ahora que pensarte no es más que un castigo por haber dejado
que tú, mujer serpiente, me mordieras la espalda e inyectaras en mí
que tú, mujer serpiente, me mordieras la espalda e inyectaras en mí
la droga de perseguir imposibles a cobro revertido.
A decir verdad, me llevó algún tiempo
saber por qué te marchas, pero al paso de tu rutina sin horarios y sin treguas
comprendo que cada tipo de vida tiene un precio,
y el tuyo, según como yo lo veo,
debe ser algo muy parecido a eso de mudar la piel.
Y lo admito. A veces no consigo ver más allá del mono que me entra al no verte
por las mañanas; o del recuerdo inoportuno de tu pintalabios, que siempre
encuentro en mis camisas blancas, o del olor de tu pelo
en mi almohada... es cierto, pero son esas estúpidas señales las que
me cuentan que existes, aunque cuando me levante ni tú, ni tu whiskey, ni tu ropa sigáis aquí.