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Los padres de aquella pequeña flor se sentían orgullosos de su hijita; ella era la alegría de la casa, aunque no siempre sonreía. Ellos, preocupados, creyeron conveniente mostrarle más atención, y obsequiarle con un pequeño peluche al que abrazar cada noche. La pequeña mujercita durmió noche tras noche entre aterciopelada piel de esperanza, mas sus labios entristecidos se sirvieron de cientos de lágrimas diminutas, que hicieron largo trayecto entre el rosado desierto de sus mejillas, para abastecer la sed de seguridad que ella no lograba encontrar en su reflejo. Un buen día, la niña despertó sonriente; como siempre se fue al baño corriendo a buscar el peine, mas no se miró en el espejo. Se fue directamente a su madre para que ella le cepillara el pelo y se lo dejara brillante y sedoso. La madre miró a su marido llena de felicidad, y comprendió que aquella niña, y la inocencia que desprendía, era lo que hacía de ella una pequeña flor que aún dormía entre cuentos de princesas de porcelana. Aquella niña había dejado de preocuparse por su reflejo, y empezó a preocuparse por el reflejo que causaban sus carcajadas en los ojos de sus padres, que lo dieron siempre todo por ella. Conozco la historia de una niña que conoció el amor, que conoció su propia historia; y se conoció, por fin, a si misma. Me perdí mientras me buscaba en un espejo, y me conocí en cuanto supe encontrarme en los ojos de aquellos que me querían.
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