Imagen extraída de la página web thinkwasabi.com (Berto Pena) |
Atardece nublado, lluvioso. Miro, ventana a través, los bancos pasados por agua y los árboles iluminados por los relámpagos que amenazan con destruir toda tranquilidad en esta casa. Desvío mi mirada, algo cansada por el tiempo que hace, mientras me caliento las manos con el vaso de Cola Cao que me dice entre humos: “qué tarde tan fría”. Doy un sorbo mientras trago, junto a él, el paisaje que se dibuja allí afuera. Las hojas revolotean con el viento, mientras éste sale corriendo despavorido por el trueno que amenaza con romperle su melodía. Sentada en mi cama, y desde la que puedo contemplar el cielo, descubro un color grisáceo un poco defraudante. Los colores parecen estancarse entre tan poco brillo, y las sombras son las reinas de las calles. Y allí, no mucho más lejos de aquellos bancos, un charco enorme reflejaba aquellas palmeras dignas de presenciar tanta belleza natural.
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