EL TÚNEL
Uno ya ha estado varias veces en el mismo túnel, pero nunca lo ve llegar. Nadie da crédito, según parece uno debería ser capaz de verlo venir a kilómetros, pero lo cierto es que muchas veces no hay señales, o las pasamos por alto, o nos las saltamos a la torera. El caso es que cuando uno quiere darse cuenta está en el maldito túnel de nuevo, sin las luces puestas y a toda velocidad. Pasado de vueltas. Revolucionándose por momentos y sin frenos que valgan. Es en la inmensidad de la nada cuando uno reconoce el terreno y siente el instinto de huir lo más rápido posible, quizás porque ya sabe cómo va el tema, tal vez porque conoce sus consecuencias.
Uno ya ha estado varias veces en el mismo túnel, es cierto, y aunque no acierte a describirlo con suficiente claridad hay elementos que son inamovibles. El velocímetro siempre a lo que dé la máquina, las revoluciones tres veces por encima de la media, y un largo camino oscuro por delante sin líneas que guíen la trayectoria. Hay un momento en el que uno se da cuenta de que la salida sigue siempre a la misma distancia por más que acelere, por más que fuerce el motor, por más que cambie a suspensión rígida y pretenda estar en un superdeportivo.
Es entonces cuando uno debe darse cuenta de que está enfocando mal el asunto y que debe reducir marcha. La tarea más difícil del mundo. A veces, el conductor no puede hacerlo solo, y a veces, hacerlo solo es la única baza que le queda. Si ha tenido éxito en el proceso, el velocímetro vuelve a números legales, las revoluciones se reducen y la máquina cambia a suspensión blanda. En ese momento la carrocería, el cuerpo y la mente dejan de aferrarse con tanta fuerza al asfalto oscuro del túnel que no termina, y el piloto se da cuenta de que lo que andaba revolucionado no era el trozo de metal. Y ahí es cuando uno sabe que ha estado castigando algo más que una mera caja de cambios.
Cuídense.
Y cuiden a quienes les rodean.
Nunca se sabe en qué túnel se encuentra cada uno.